Cuenta la leyenda que Manel Estiarte, al volver a la ciudad donde hizo la mili, se quedó prendado de un chaval que jugaba en la piscina del Caballa. Aquel chaval, con catorce años, se desplazaba a Málaga cada fin de semana para jugar en la Liga de Waterpolo. No le falló el ojo a Estiarte: fue, en efecto, el mejor jugador del mundo y su más que digno sucesor. Le faltó la medalla olímpica: los equipos balcánicos se le atravesaron en cuartos durante cuatro Juegos Olímpicos. Pero ojo: solo le faltó la medalla olímpica. Aún sigue en activo, en la Génova donde está afincado y es una leyenda local. Tuvo, tras dejar la selección nacional, un breve periplo con la selección italiana.
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